Llevo un par de semanas desbordado con propuestas, posibilidades y viviendo “en primer plano” cómo el día a día puede arrastrarte en su intensidad, a pesar de nuestros esfuerzos por mantener una dirección.
Aunque, entre otras cosas, me dedico a enseñar esto, y de hecho hago todo lo posible por llevar a la práctica la importancia de ser dueño de nuestro tiempo, de emplear técnicas, conceptos y herramientas para lo que se suele llamar “gestión del tiempo” (es decir, para “ejercer mi responsabilidad sobre mis acciones”), me estoy viendo casi arrastrado por lo que va surgiendo.
Curiosamente, lo que está apareciendo es todo positivo: propuestas para impartir cursos, posibles clientes, nuevos grupos de coaching, seminarios de desarrollo profesional, publicación de artículos, apariciones en la radio… pero sin duda no todo me lleva en la dirección que quiero ir. Y esto es justo lo que me ha venido a la cabeza una vez más: si no tengo claro dónde quiero ir, entonces me resultará muy difícil poder decidir con sentido cómo organizo mi tiempo. O lo que es lo mismo: qué cosas hago y qué cosas postpongo (o descarto).
Y este es el problema al que en el fondo nos enfrentamos cuando pensamos que no tenemos tiempo, o que no “gestionamos” bien el tiempo. Que quizá no tenemos una visión clara de lo que queremos, de dónde queremos ir. Y sin ella, es muy difícil elegir cuál es el mejor camino, la mejor opción en cada momento.
Si añadimos a esto la fuerza, la urgencia y la inmediatez que tiene todo lo que acontece sobre la marcha, la importancia que imprime quien nos pide algo, el efecto que tiene sobre nosotros que nos hagan una propuesta, o que nos pidan un favor, etc., no es de extrañar que sin objetivos escritos sea muy difícil mantenerse en el camino.
Si no tenemos nuestros objetivos absolutamente claros, lo más normal es que la “gestión del tiempo” se convierta en un ejercicio técnico o teórico y no una manera de ejercer nuestra responsabilidad sobre nuestras vidas.