Me acuerdo de haber ido al circo de pequeño (¿o quizá es algo que vi en la televisión?), y allí ver aparecer un hombre que colocaba un plato sobre un palo y lo hacía girar de manera que el plato se mantenía en equilibrio sobre el palo vertical. ¡Parecía magia! Luego, ponía otro plato sobre otro palo y hacía lo mismo. Acto seguido, repetía la operación con un tercer plato, pero ya con un ojo en el primero que estaba perdiendo algo de impulso. En cuanto tuvo el tercero en movimiento, se acercó al primer palo y lo movió algo, lo que hizo que el plato volviese a coger impulso. Con movimientos cada vez más apresurados, colocaba un cuarto, un quinto, un sexto y, quizá, hasta un séptimo plato.

Pero ahora casi todo su tiempo estaba dedicado a intentar evitar que se cayera ninguno. Para ello corría de un lado a otro, agitando lo necesario el palo sobre el que estaba el plato que parecía perder fuelle. En algún momento – cada vez menos – lograba tener todos los platos aparentemente bien lanzados y en equilibrio e intentaba colocar otro palo con un plato. Pero, lo más normal es que tuviese que dejarlo apresuradamente, porque uno de los anteriores estaba a punto de caer. La sonrisa con la que aparecía al principio y que iluminaba su rostro cada vez que hacía que un nuevo plato se mantuviese en equilibrio, se había trocado en una mueca de estrés y miradas apresuradas de un lado a otro. Parecía que estaba condenado a estar corriendo de un lado para otro el resto de su vida – o al menos lo que durase el espectáculo – sólo para que no se le cayese lo que tenía entre manos.

Si hiciéramos una encuesta entre pequeños empresarios, ¿cuántos identificarían su día a día con esta sensación de que si me paro, acabará cayéndose algo y ocurrirá una pequeña catástrofe? O peor aún, si no mantengo todos los palos moviéndose, pues todos son importantes para mi proyecto, mi negocio se puede venir abajo.

Cuando empezamos nuestro negocio, identificamos el hecho de lograr clientes, como una señal positiva (y lo es), y el propio crecimiento nos llevará, por definición, a exigirnos al máximo. Pero los pequeños empresarios tenemos una tendencia a exigirnos en hacer lo que tenemos ahora enfrente y resolverlo. Haciendo esto, no dedicamos suficiente tiempo a pensar que llegará un momento en el que no podré ocuparme de más platos, y además, no tendré tiempo para poner otro plato en movimiento: me habré convertido en el cuello de botella de mi empresa.

Todas mis buenas intenciones, mi energía, mis ideas… todo está dedicado a que no se venga abajo nada. Y, lo que es peor, formar a alguien, aprender a delegar, comenzar un proceso de sistematización son platos nuevos que tengo que poner en marcha, pero no tengo tiempo: estoy demasiado ocupado impidiendo que se caigan los que ya están…

¿Cómo puedo romper este círculo vicioso, especialmente si mi tendencia es a estar siempre poniendo platos nuevos en marcha? El camino pasa por reorganizar lo que ya haces, priorizarlo y evitar que cada nueva situación sea aparentemente una urgencia ineludible. Esto es difícil hacerlo uno mismo, aunque no imposible. Pero lo más importante es que el espacio que conquistes mediante este esfuerzo, si lo logras, no lo dediques de nuevo al mismo tipo de tarea (a mantener más platos en equilibrio). Esto sí que es difícil, porque al estar completamente inmersos en nuestra manera de abordar las cosas, no vemos en qué sentido es el mismo tipo de actividad. Simplemente lo vemos como una tarea diferente. Aquí es donde una ayuda externa te puede resultar de gran utilidad: alguien que desde fuera pueda ayudarte. Alguien que no tenga el cristal ya teñido con tu propia experiencia.

En cualquier caso, si aún no estás en esa situación, es importante comenzar a pensar ya en que si no pones los medios acabará produciéndose. Y si ya estás en ella, recuerda que la tendencia natural es a quedarse ahí y acabar “quemado”, corriendo de un lado a otro, sin avanzar.